EL PODER ESPIRITUAL DEL CAMINO DE LA PLATA



EL PODER ESPIRITUAL DEL CAMINO DE LA PLATA

      El poder espiritual del Camino de Santiago es tan profundo que, en ocasiones, impulsa a personas a realizar hazañas físicas que, de otro modo, jamás habrían imaginado alcanzar.

Ser peregrino en el Camino es una experiencia vital fascinante. En pocos días, aquellos que al principio eran extraños se convierten en viejos amigos, compañeros de ruta y de alma.

Para muchos, el Camino de Santiago es mucho más que una senda: es un símbolo de esperanza, un camino de fe, arte y cultura, un encuentro con la trascendencia y, sobre todo, con uno mismo. Es un viaje de superación, liberación y verdadera libertad, que no se limita a la capacidad de movimiento, sino que se adentra en el misterioso acto de morir y renacer.


“El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos.” 
— Marcel Proust


      Desde tierras andaluzas parte, sereno y ancestral, el Camino Mozárabe de Santiago por la Vía de la Plata. Un sendero jacobeo que recorre la espina dorsal de la Península Ibérica, de sur a norte, atravesando Andalucía, Extremadura, Castilla y León, hasta fundirse con la bruma gallega.

Nace en Sevilla, ciudad de luz, y tras algo más de 600 kilómetros de pasos y paisajes, llega a Granja de Moreruela. Allí el Camino se abre en dos: hacia Astorga, siguiendo el latido de la antigua calzada romana, o hacia Orense, siguiendo la llamada interior que guía al alma hacia Compostela.

Esta ruta, la más profunda y silenciosa del sur peninsular, ofrece al peregrino la posibilidad de caminar sin urgencias, de reencontrarse con la soledad fértil del Camino. No es solo un trayecto geográfico: es una travesía interior, una llamada a habitar el silencio, a escuchar lo que solo el polvo de los caminos puede revelar. Una experiencia que, como el fuego lento, transforma el corazón de quien la vive.


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Peregrino Platero


PEREGRINO PLATERO

Cuando el calor se adueña del Camino, hasta el alma se vuelve pesada.

      Era un día duro de junio. Bajo un sol abrasador, avanzaba sobre una pradera de pastos dorados, sin sombra, sin tregua. Los pies iban solos, guiados por una única melodía: el canto ancestral de mi viejo bordón, que parecía marcar el compás de un rezo silencioso. La mirada perdida en el horizonte, el pensamiento disuelto en el vacío.

Entonces, una brisa leve, casi sagrada, acarició mi rostro. Al levantar la vista, aún entre sueños, vi una imagen que me hizo vibrar el corazón: una pequeña arboleda a lo lejos. ¡Sombra! Apreté el paso, sediento de alivio. Aunque parecía cercana, se resistía como las cosas sagradas. Pero llegué, paso a paso, como se llega a todo en el Camino: con paciencia, con fe.

Me detuve al entrar en el bosquecillo. Dudé si lo que veía era real. El sol me había nublado la percepción. Me froté los ojos, ardientes por el sudor. Y entonces lo vi con claridad: un viejo miliario, como un monje inmóvil, custodiaba el paso de un arroyo. A su lado, el agua fluía serena, sin apuro, como si también ella peregrinara.

Volví en mí. Sentía que las botas se fundían con mis pies. Llené mi sombrero de agua fresca y la derramé sobre la cabeza como un bautismo. Me senté en la orilla, descalcé con esfuerzo mis pies llagados y los sumergí en el agua. Al ver su palidez y su desgaste me invadió una extraña tristeza. Pensé: “Si los dejo aquí, si los entrego al río, tal vez ya no sufran más.”

Me asombra cómo un puñado de huesecillos puede sostener tanto peso, tanta vida. Llevo caminando más de 600 kilómetros, y ahí están, todos juntos, sin quejarse, sin rendirse. Una lección de unidad. Una parábola del alma.

Cuando el frescor del agua tocó mi piel, mis ojos se pusieron en blanco. Era puro gozo, pura gracia. Ommm... Bastaron unos segundos para sentirme renacido.

Al alzar la cabeza, vi frente a mí otro miliario, hermano del primero, algo más pequeño. Me observaba en silencio, como un testigo antiguo. Crucé el arroyo descalzo: la mochila a la espalda, las botas en una mano y en la otra mi fiel bordón, compañero inseparable. Me senté a su lado y cerré los ojos. El silencio me alimentaba, me transformaba.

Sentía que aquel viejo miliario me hablaba sin palabras. Historias de otros tiempos, de otros caminantes. Giré la cabeza, y el viento quebraba una rama en lo alto. El susurro de las hojas, el aleteo leve de un pájaro, el murmullo del arroyo... Todo era oración. Todo hablaba. Todo era presencia.

Quisiera quedarme allí para siempre.
Pero el espíritu peregrino no se detiene.
Nos empuja siempre más allá, más arriba, más dentro. Con ilusión, con esperanza, con sed de descubrir lo que el Camino aún guarda para mí.

Tomé un puñado de tierra entre las manos, como quien recoge un relicario. Miré al horizonte y pedí —no con palabras, sino con el alma— que mis pasos me conduzcan sano y salvo a mi destino.

En mi Camino, poco más necesito.


Como nos decía san Francisco:

“Necesito poco, y lo poco que necesito,
lo necesito poco.”

Buen Camino