No es más peregrino quién más anda, sino quien más presencia pone en cada paso.
No es más peregrino quién más anda, sino quien más presencia pone en cada paso.
Bienaventurado eres, peregrino,
si descubres que el Camino te abre los ojos a lo que no se ve.
Bienaventurado eres, peregrino,
si a lo largo del camino has encontrado la compañía de otros que han decidido caminar contigo hasta el fin.
Bienaventurado eres, peregrino,
si en el camino has recorrido la senda del silencio y la soledad y en ellas te has encontrado a ti mismo y a Dios.
Bienaventurado eres, peregrino,
si en el camino has cargado con otra herida que no es la tuya, con otro peso que no es el tuyo, con otra vida que el camino te ha hecho responsable, ayudando a otro peregrino.
Bienaventurado eres, peregrino,
si has dado un paso atrás para ayudar a otros, si has esperado al que se retrasa, si has animado al abatido.
Bienaventurado eres, peregrino,
si en el Camino buscas la Verdad y la Vida y la encuentras en Jesucristo y en su Evangelio.
Bienaventurado eres, peregrino,
si el corazón se llena de gratitud ante el don que recibes de continuo.
Bienaventurado eres, peregrino,
si el camino te ha hecho paciente y humilde contigo mismo y con los demás.
La primera vez que hacemos una mochila la llenamos de cosas prescindibles.
Llevamos quince prendas y usamos dos. Cargamos diez libros, pero leemos uno. Al llegar a destino hay tantos objetos de más que difícilmente encontramos algo: sí buscamos el repelente aparecen las pastillas para el dolor de garganta. Si necesitamos algodón nos topamos con las polainas. Hacer la mochila también forma parte del viaje.
Hegel escribió que los objetos materiales son extensiones de nuestro yo. El budismo fue más sabio y entendió que eran ilusiones del ego. Espejismos que suelen distraernos de lo verdaderamente importante.
Aunque no nos vayamos de viaje, todos deberíamos hacer una mochila de vez en cuando. Prescindir de lo superfluo e introducir en ella lo que más nos importa en la vida: los afectos, las experiencias que repetiríamos una y otra vez, los ideales, la música, los aromas, los sabores, los pequeños gestos.
Y no perderla de vista. Ninguna otra persona nos la puede robar.
Yo todavía no aprendí a hacer bien mi mochila. Pero la de este año es mejor que la del anterior. Tiene menos objetos, más espacio.
Hacer la mochila también forma parte del viaje. Es un arte, y de los más arduos.
Platón sugirió que filosofar es aprender a morir. Mejor sería que consistiera en hacer bien una mochila.
Comienza por acoger las cosas pequeñas: una sombra a tiempo, una sonrisa compartida, el agua fresca de una fuente…
Y aprende a vivir sin prisas, porque en lo sencillo se esconde lo sagrado.
Practica la armonía del alma: sé generoso con tu paso, agradecido con cada encuentro, atento a cada señal.
Cuando te abras a escuchar con el corazón, sentirás cómo el Camino te susurra vida desde lo más profundo del ser.
Esa voz que brota desde dentro, y que —cuando la reconoces— ya nunca caminas solo.
Procura que tus pasos sean íntimos, humildes, cargados de asombro y curiosidad…
Porque el Camino habla también desde lo invisible: desde el silencio, desde la brisa, desde el polvo que se alza tras cada pisada.
Y en esa escucha callada comprenderás que lo esencial no se muestra, no se compra, no se mide.
Lo esencial se siente, se es…
Y se vive en cada una de esas pequeñas grandes cosas que muchos no verán jamás, ocupados en tener, mostrar o llegar.
¡Disfruta las pequeñas cosas!
Allí, donde nadie mira, el Camino te hablará de lo eterno.